Parafraseando a Edward Gibbon, – el gran historiador de la decadencia del Imperio Romano – podríamos decir que estamos asistiendo impávidos, quietos y mudos a la decadencia y caída del imperio de occidente.
Si Gibbon no se equivoca, expresa que las razones fueron en su momento las corruptelas, las sinecuras, las crisis de liderazgo. Y ello trajo la pérdida de la virtud y de la libertad, que finalmente generó la corrupción que dominó a los estados europeos.
Los pueblos, dedicados a una vida más sensual [en el sentido de menos reflexiva a lo que ocurría] se fue percatando de esa decadencia, pero frente al goce de su presente dejaron en manos de sus gobernantes el poder para conducirlos y defenderlos. Y estos últimos no hicieron ni una ni otra cosa.
Toleraron dispendios del erario público para mantener a su lado a las huestes pretorianas, que fueron ocupando los intersticios de los poderes reinantes, con una filosofía decadentista. La muerte de Marco Aurelio en el año 180 marca el final del gobierno perfecto.
Lo que después vino, ya es historia. Pero es un relato que no deja de impactarnos cuando transportamos esos acontecimientos al mundo de occidente de hoy. Se asemeja a un espejo que trae el pasado a una realidad presente. Es un «déjà vu»
Volvemos a ser conducidos por gobiernos regios [en el sentido de Reales] con presupuestos in – entendiblemente excesivos que les generan apoyo. Guerras permanentes que les mantienen la atención de sus gentes, pero con muertes sin resolver. Defraudaciones públicas que se multiplican en manos privadas. Secuestros, alienados y miserables indigentes. Tráfico de armas por drogas. Gobernantes presentes y poderosos que se perpetúan frente a pueblos doloridos y ausentes.
Y todos somos testigos, cuando no actores. Todos somos parte de ese libreto que jugamos en el escenario de la vida, sin que ninguna región del planeta pueda pensar que es ajena a este conflicto.
Y como las fichas del dominó, la caída es cada vez más fuerte y ruidosa. Cada vez con más heridos que quedan en el camino de la vida.
Pero lo más impresionante, es que asumimos esa realidad sin inmutarnos. De aquí no hay retorno, diría alguien. Y luego solo silencio. Que es la peor de las reacciones.
Pero tampoco hay remordimientos ni arrepentimientos de quienes esgrimen la batuta en el podio orquestal. Es una sinfonía que está llegando a su último movimiento y con el acorde final bajará el telón. Y se ejecutará otra obra, que no sabemos como será.
Pero sin arrepentidos. Con una platea de mudos y absortos espectadores. En un silencio total. Ni una lágrima por los caídos. Ni un sollozo aislado por los muertos de hambre. Ni una pesadumbre por la responsabilidad que es de todos. Culpables hay muchos. Responsables somos todos.
La historia pocas veces registra la terrible vergüenza que le cabe a quien ha sido el victimario de esta catástrofe. Porque nadie se siente responsable porque la culpa es siempre de los que estuvieron antes. Mientras sus arcas personales se sigan convirtiendo en depósitos de las sangrías de la otredad todo será igual, mientras los «otros» irán incrementando su anemia a medida que transita por la vida.
Traer el ejemplo de Martin Niemöller aquí, es un poco vergonzante. Un pastor luterano que hizo suyo los preceptos nazis y exhibió aparte de su amistad con Hitler, la glorificación de la raza aria y el antisemitismo. Solo reaccionó cuando a su iglesia vinieron a golpearle las puertas del barbarismo y a llevarse a su rebaño aplicando el despreciable «párrafo ario»
Pero era tarde, porque la catástrofe se había desatado. Como ahora. Y aunque se vistió con sus ropas de enemigo del régimen terminó en un campo de concentración, como uno más que había perdido el favor del régimen.
Su rebelión solo le concedió la traición de su defendido y la prisión. Pero finalmente, cuando el telón bajó, siguió viviendo. Invirtió el resto de su vida en golpearse el pecho y pedir la redención. Firmó la Declaración de Culpabilidad de Stuttgart. Pero era ya tarde. Los muertos, los caídos y los indefensos ya no tenían oídos para escucharle.
Mañana, los caídos de hoy, tampoco podrán escuchar las disculpas de los dirigentes de hoy. Si es que las hay.
No es mucho más lo que Niemöller nos ha dejado. Ha sido un ser despreciable. Solo queda la frase con que le contestó a un discípulo que lo interpeló para que le explicara porque había sucumbido él también a la atracción del poder. Solo dijo algo que hoy debemos recordar para ver si alguien es capaz de repetirlo:
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,guardé silencio… porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio… porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,no protesté… porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,no protesté… porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar.
Esto es lo que dirá la platea de espectadores cuando caiga el telón sobre el último acto de esta tragedia.
Nota : La respuesta mencionada es atribuida en muchos textos erróneamente a Bertold Brecht que nunca comulgó con el nacionalsocialismo por su expuesta adhesión al comunismo.
© Alfredo Spilzinger
Excelente y muy oportuna reflexión.